La gloria de Dios es la vida del hombre, así lo decía San
Ireneo en el siglo II, expresión que sigue resonando en el corazón de la
Iglesia. La gloria del Padre es la vida de sus hijos. No hay gloria más grande
para un padre que ver la realización de los suyos; no hay satisfacción mayor
que verlos salir adelante, verlos crecer y desarrollarse. Así lo atestigua la
primera lectura que escuchamos. Nínive, una gran ciudad que se estaba
autodestruyendo, fruto de la opresión y la degradación, de la violencia y de la
injusticia. La gran capital tenía los días contados, ya que no era sostenible
la violencia generada en sí misma. Ahí aparece el Señor moviendo el corazón de
Jonás, ahí aparece el Padre invitando y enviando a su mensajero. Jonás es
convocado para recibir una misión. Ve, le dice, porque «dentro de cuarenta
días, Nínive será destruida» (Jon 3,4). Ve, ayúdalos a comprender que con esa
manera de tratarse, regularse, organizarse, lo único que están generando es
muerte y destrucción, sufrimiento y opresión. Hazles ver que no hay vida para
nadie, ni para el rey ni para el súbdito, ni para los campos ni para el ganado.
Ve y anuncia que se han acostumbrado de tal manera a la degradación que han
perdido la sensibilidad ante el dolor. Ve y diles que la injusticia se ha
instalado en su mirada. Por eso va Jonás. Dios lo envía a evidenciar lo que
estaba sucediendo, lo envía a despertar a un pueblo ebrio de sí mismo.