La confesión frecuente puede servirnos para conocernos
mejor, haciéndonos afinar en nuestros exámenes de conciencia y fortificando
nuestra voluntad al reforzar nuestro propósito.
La historia del Sacramento de la Penitencia nos muestra que
éste era recibido no sólo por quien había pecado gravemente, sino también por
aquéllos que, conscientes de su negligencia y tibieza, así como de su
alejamiento del amor de Dios, querían ponerse responsablemente ante sus faltas,
y por su acusación y la exhortación del confesor, dar nuevo impulso a su vida
espiritual. Esta unión entre confesión, absolución y dirección es eclesialmente
muy significativa, ya que cuanto más seriamente nos tomamos los mandamientos de
Cristo, tanto más advertimos nuestra propia insuficiencia, defectos y
pecabilidad. La celebración de este sacramento es un acto por el que la Iglesia
proclama su fe y da gracias a Dios porque Cristo nos liberó del pecado. Los
santos han tenido siempre una conciencia clara de ser pecadores, porque la
medida de su conducta era el amor de Dios.
La virtud de la penitencia nos sitúa ante el Señor como
Salvador, y si bien nos sentimos pecadores, son nuestros pecados los que han
hecho que Cristo haya venido, estableciendo una relación de amor más profunda e
íntima que anteriormente. El sacramento de la Penitencia es un camino de
profundización de nuestra vida espiritual, de volver a Dios y de reconciliación
con los otros.